lunes, 30 de marzo de 2020

El gran hackeo

El documental de Netflix El gran hackeo me ha dado mucho que pensar sobre el papel actual de las redes sociales.

Seguro que os sonará la empresa británica Cambridge Analytica, que empleaba datos de Facebook para crear perfiles de votantes y, a partir de esos datos, generar campañas en Internet con el fin de favorecer a los candidatos que contrataban sus servicios. Uno de sus casos de éxito más sonados fue la victoria de Donald Trump, aunque también estuvieron detrás del resultado del referéndum a favor del Brexit (la salida de Reino Unido de la Unión Europea) y de otras elecciones en países más pequeños (como, por ejemplo, Trinidad y Tobago).

La empresa desapareció por el revuelo montado (aunque Facebook, el vendedor de toda esa información, no se vio afectado por nada de eso), pero eso no quiere decir que el peligro esté conjurado y que nuestros datos estén a salvo. De hecho, da miedo pensar en toda la información que los gigantes de Silicon Valley tienen de nosotros. La empresa Cambridge Analytica se jactaba de disponer de más de 5.000 elementos de información por persona de un conjunto de más de 30 millones de usuarios de las redes sociales (principalmente de Facebook).

Realmente no somos conscientes de que cada “me gusta”, cada “compartir”, cada comentario que ponemos en las redes sociales, cada foto que subimos, está relacionado con nuestro perfil y que Facebook (aunque también podemos decir lo mismo de Google, Instagram, Twitter, etc.) guarda toda esa información y tiene la capacidad no solo de gestionarla sino de relacionarla entre sí, y de ese modo construir una identidad digital casi idéntica a nuestra identidad real: qué nos gusta, qué nos hace reaccionar y compartir o comentar, qué compramos… Hace años que no podemos decir que la información es tanta que es inmanejable: el big data y la inteligencia artificial han hecho que esa información pueda manejarse y ser utilizada, y por lo tanto que sea tan valiosa como el oro. En esta era digital, quien tiene la información tiene el poder.

Hay una frase que siempre repito cuando hablo de las redes sociales: «Cuando un producto es gratis, es porque el producto eres tú». Creamos perfiles en las redes sociales y aceptamos las condiciones sin leerlas, y mucho menos la letra pequeña. Eso, aun siendo un asunto serio, es menos grave que la despreocupación que muchas personas demuestran en el uso de las redes, sobre todo los más jóvenes. No somos conscientes de que lo que se pone en Internet se queda allí para siempre, que cualquier posible empleador puede hacer una búsqueda de nuestro nombre en Internet y ahí pueden salir cosas que no querríamos que supieran.

Hemos entregado nuestra intimidad, nuestra privacidad y buena parte de nuestra identidad a los gigantes tecnológicos. Y a diferencia de la sociedad orwelliana de 1984, lo hemos hecho con alegría y comprando nosotros mismos los dispositivos con los que recopilan información sobre nosotros y que pueden servir también para controlar nuestros movimientos.

¿Qué podemos hacer frente a eso? Una de las personas en las que se centra el documental es David Carroll, profesor estadounidense que solicitó formalmente a Cambridge Analytica que le entregara toda la información que tuviera sobre él, petición que nunca respondieron. Ahora se dedica a presionar a las instituciones y los gobiernos para que consideren el derecho a nuestros propios datos como parte de los derechos humanos. Es un enfrentamiento desigual, por supuesto, pero hay que dar gracias a que haya personas como él y como otros que trabajaron desde dentro, como Britanny Kaiser y Christopler Wylie, que lo denunciaron pues se dieron cuenta de que lo que estaban haciendo era sencillamente ilegal e inmoral, aunque eso les supusiera multitud de problemas personales, laborales y de todo tipo.

No digo que tengamos que renunciar a los móviles y a las aplicaciones que tan útiles resultan para conectarnos. Por mucho que renunciáramos a estar conectados, hay muchos datos sobre nosotros que están digitalizados e informatizados: información sobre nuestra salud, sobre nuestro dinero, los impuestos que pagamos… la lista es larga. Y puesto que tenemos que vivir en sociedad, tener una identidad digital es el peaje que tenemos que pagar si queremos formar parte de ella, nos guste o no.

Simplemente hemos de ser conscientes de dónde estamos cuando usamos las redes sociales e Internet en general. No digamos nada de lo que nos podamos arrepentir. Evitemos en lo posible que sepan demasiado de nosotros: ellos (los dueños de las redes sociales) harán lo posible por sonsacarnos esa información. Pensemos que ese test aparentemente intrascendente que Facebook nos sugiere, o esas preguntas que nos invitan a responder para adornar nuestro perfil, no son preguntas inocentes. Pensemos dos veces cuando compartamos una noticia; hagamos todo lo posible por no propagar bulos.

En definitiva: estemos conscientes y despiertos

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