El documental de Netflix El gran
hackeo me ha dado mucho que pensar sobre el papel actual de las redes
sociales.
Seguro
que os sonará la empresa británica Cambridge Analytica, que empleaba datos de
Facebook para crear perfiles de votantes y, a partir de esos datos, generar
campañas en Internet con el fin de favorecer a los candidatos que contrataban
sus servicios. Uno de sus casos de éxito más sonados fue la victoria de Donald
Trump, aunque también estuvieron detrás del resultado del referéndum a favor
del Brexit (la salida de Reino Unido de la Unión Europea) y de otras elecciones
en países más pequeños (como, por ejemplo, Trinidad y Tobago).
La
empresa desapareció por el revuelo montado (aunque Facebook, el vendedor de
toda esa información, no se vio afectado por nada de eso), pero eso no quiere
decir que el peligro esté conjurado y que nuestros datos estén a salvo. De
hecho, da miedo pensar en toda la información que los gigantes de Silicon
Valley tienen de nosotros. La empresa Cambridge Analytica se jactaba de
disponer de más de 5.000 elementos de información por persona de un conjunto de
más de 30 millones de usuarios de las redes sociales (principalmente de
Facebook).
Realmente
no somos conscientes de que cada “me gusta”, cada “compartir”, cada comentario
que ponemos en las redes sociales, cada foto que subimos, está relacionado con
nuestro perfil y que Facebook (aunque también podemos decir lo mismo de Google,
Instagram, Twitter, etc.) guarda toda esa información y tiene la capacidad no
solo de gestionarla sino de relacionarla entre sí, y de ese modo construir una
identidad digital casi idéntica a nuestra identidad real: qué nos gusta, qué
nos hace reaccionar y compartir o comentar, qué compramos… Hace años que no
podemos decir que la información es tanta que es inmanejable: el big data y la inteligencia artificial
han hecho que esa información pueda manejarse y ser utilizada, y por lo tanto
que sea tan valiosa como el oro. En esta era digital, quien tiene la
información tiene el poder.
Hay
una frase que siempre repito cuando hablo de las redes sociales: «Cuando un
producto es gratis, es porque el producto eres tú». Creamos perfiles en las
redes sociales y aceptamos las condiciones sin leerlas, y mucho menos la letra
pequeña. Eso, aun siendo un asunto serio, es menos grave que la despreocupación
que muchas personas demuestran en el uso de las redes, sobre todo los más
jóvenes. No somos conscientes de que lo que se pone en Internet se queda allí
para siempre, que cualquier posible empleador puede hacer una búsqueda de nuestro nombre en Internet y ahí pueden salir cosas que no querríamos que
supieran.
Hemos
entregado nuestra intimidad, nuestra privacidad y buena parte de nuestra
identidad a los gigantes tecnológicos. Y a diferencia de la sociedad orwelliana
de 1984, lo hemos hecho con alegría y comprando nosotros mismos los
dispositivos con los que recopilan información sobre nosotros y que pueden
servir también para controlar nuestros movimientos.
¿Qué
podemos hacer frente a eso? Una de las personas en las que se centra el
documental es David Carroll, profesor estadounidense que solicitó formalmente a
Cambridge Analytica que le entregara toda la información que tuviera sobre él, petición que nunca respondieron. Ahora se dedica a presionar a las
instituciones y los gobiernos para que consideren el derecho a nuestros propios
datos como parte de los derechos humanos. Es un enfrentamiento desigual, por
supuesto, pero hay que dar gracias a que haya personas como él y como otros que
trabajaron desde dentro, como Britanny Kaiser y Christopler Wylie, que lo
denunciaron pues se dieron cuenta de que lo que estaban haciendo era
sencillamente ilegal e inmoral, aunque eso les supusiera multitud de problemas
personales, laborales y de todo tipo.
No
digo que tengamos que renunciar a los móviles y a las aplicaciones que tan
útiles resultan para conectarnos. Por mucho que renunciáramos a estar
conectados, hay muchos datos sobre nosotros que están digitalizados e
informatizados: información sobre nuestra salud, sobre nuestro dinero, los
impuestos que pagamos… la lista es larga. Y puesto que tenemos que vivir en
sociedad, tener una identidad digital es el peaje que tenemos que pagar si
queremos formar parte de ella, nos guste o no.
Simplemente
hemos de ser conscientes de dónde estamos cuando usamos las redes sociales e
Internet en general. No digamos nada de lo que nos podamos arrepentir. Evitemos
en lo posible que sepan demasiado de nosotros: ellos (los dueños de las redes
sociales) harán lo posible por sonsacarnos esa información. Pensemos que ese
test aparentemente intrascendente que Facebook nos sugiere, o esas preguntas
que nos invitan a responder para adornar nuestro perfil, no son preguntas
inocentes. Pensemos dos veces cuando compartamos una noticia; hagamos todo lo
posible por no propagar bulos.
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