Hace unos días vi el documental de Netflix El dilema de
las redes, donde aparecían algunas personas que habían desempeñado cargos
de responsabilidad y ayudado a crear herramientas para las grandes empresas
tecnológicas (Google, Facebook, Instagram, Pinterest, Twitter). El gran éxito y
la eficacia de esas herramientas a la hora de captar la atención de las
personas (como, por ejemplo, el del botón «Me gusta» de Facebook) los acabó
llevando a un conflicto ético, pues estaban haciendo que muchas personas (sobre
todo jóvenes y niños) se volvieran adictos a las redes sociales y desarrollaran
conductas malsanas para buscar la aceptación de los demás. Como no querían
formar parte de aquello, abandonaron las empresas en las que trabajaban y no
solo eso, sino que se dedicaron a abogar por otra manera de vivir, menos
abocada a las redes.
Junto a los testimonios de estas personas, en el documental
se va desarrollando una ficción en la que una familia de clase media va
personificando lo que los testimonios expresan: la niña enganchada a los
móviles que sube fotos con filtros buscando aceptación, el hijo adolescente que
empieza a consumir contenido conspiranoico y de intoxicación informativa… casos
que son parte ya de la vida cotidiana de cualquier país y que inciden e
influyen poderosamente en la vida real. También se hace una recreación en la
que se personifica a la inteligencia artificial y a los algoritmos que hay
detrás de toda red social, destinados a mantenernos conectado. No solo para
enviarnos publicidad que nos pueda interesar, que siendo malo es lo menos malo,
sino también para hacernos ver la parte de la realidad que queremos ver, lo que
dificulta que se pueda tener una información objetiva y de distintos puntos de
vista que nos ayude a hacer juicios sobre lo que está pasando a nuestro
alrededor y en el mundo.
En los testimonios de estas personas me llamó la atención que
su creatividad y talento por mejorar los productos en los que trabajaban los
hizo tan buenos que dieron con las teclas para enganchar a la gente a las redes
sociales. Al fin y al cabo, los seres humanos somos seres sociales que,
consciente o inconscientemente, buscamos ser aceptados por nuestro grupo. De
ahí que sea enormemente gratificante para nuestro cerebro recibir reacciones
positivas de otras personas y que busquemos ese refuerzo constantemente, como
si de una droga se tratara.
El problema está cuando los niños y jóvenes se enfrentan a
estas tácticas, ya que no están preparados para enfrentarse a ellas y son presa
fácil. Si los adultos caen, ¡imaginemos cómo influye en los niños! Hemos de
pensar que la llamada generación Z (los nacidos a finales de la década de los
90 en adelante) han vivido toda su vida con Internet y las redes sociales como componente
fundamental y omnipresente en todos los ámbitos (familiar, escolar, social,
laboral, etc.). Los que pertenecemos a la generación X (a los que las
generaciones más jóvenes llaman boomers) hemos vivido otras cosas que
ahora parecerían impensables, como no ir todo el rato con un teléfono a cuestas
y por tanto no estar localizables a todas horas. Y aún así, también hemos caído
presos de la adicción.
Siempre que voy en transporte público puedo comprobar que rara
es la persona que no está con la cabeza baja mirando su móvil. Muchas veces soy
yo la única que pone la mirada en otra cosa que no sea la pantalla del teléfono.
En las reuniones de varias personas, durante las comidas, es raro que no estén atendiendo
a menudo las notificaciones de sus móviles. Todo esto me lleva a la conclusión
de que nos estamos perdiendo las interacciones en vivo a costa de aumentar las
interacciones virtuales. Y no es que les niegue el valor a estas últimas:
gracias a ellas hemos podido conocer a personas que de otra forma nos hubiera
sido imposible conocer, hemos ampliado nuestro círculo de amistades y nuestros
horizontes. Pero, como la otra cara de la moneda, hemos perdido muchas
interacciones en las distancias cortas, que sí abundaban en la era pre-Internet,
Y no olvidemos tampoco que vendernos publicidad no es el
principal objetivo de las grandes tecnológicas. Como suele decirse (y también aparece en este documental): «cuando te
dan algo gratis, el producto eres tú». La información sobre nosotros es el
nuevo oro, porque cuanto más se sepa sobre nosotros más fácil es no solo
predecir nuestro comportamiento sino modificarlo según los intereses del que
pague por ello. Si supiéramos lo que Google sabe de nosotros, seguramente nos
entrarían escalofríos. ¡Nos conocen ya mejor que nosotros mismos!
Pero tampoco se trata de ser ermitaños tecnológicos. Nos
guste o no, el teléfono móvil es necesario en nuestra vida por muchas razones.
Pero lo que sí podemos es racionar su uso, desactivar las notificaciones, no
estar pendientes todo el rato de los avisos, dar menos información sobre nosotros
(en la medida de lo posible), seguir en las redes a personas que tengan una
ideología distinta a la nuestra… y muchas otras cosas que nos hagan más
soberanos y menos dependientes.
La tecnología es un medio a nuestro servicio, no debería
estar ahí para esclavizarnos y tenernos continuamente con la cabeza gacha mirando
nuestro teléfono.