El miedo forma parte de nosotros. Es algo común a los
animales y a seres humanos. Supone una especie de mecanismo de
autopreservación: el miedo es necesario para que podamos ser conscientes del
peligro que podemos correr. La inconsciencia es una sentencia de muerte si no
aparece el miedo para contrarrestarla.
Dicho esto, está claro que el miedo se justifica solo
cuando hay un peligro real, y cuando es de intensidad lo suficientemente baja
para obligarnos a reaccionar ante ese peligro. De lo contrario deja de tener su
función de autopreservación para pasar a bloquearnos. El exceso de miedo impide
toda acción y todo pensamiento racional que nos ayude a encarar una situación
determinada. Ahí es donde tiene que entrar en escena el dominio de uno mismo.
Pero, ¡qué difícil es dominarse cuando el miedo entra en acción! Es bien cierto
que el miedo es libre.
El hombre primitivo temía lo que no podía comprender. Es
algo natural, pues en los albores de la civilización no se había desarrollado
el afán de encontrar respuestas racionales a fenómenos naturales: todavía no
había aparecido el espíritu científico. Las tormentas, las inundaciones, los
incendios...todo era atribuido a dioses airados y vengativos que descargaban su
cólera sobre la creación por alguna afrenta o desobediencia desconocida. Para
apaciguar a los dioses se crearon toda una serie de ritos, algunos de ellos muy
sangrientos, que costaron muchísimas vidas humanas. Se creía que el tributo de
sangre humana era un precio lo suficientemente alto; ¿cómo no iban los dioses a
atender a las peticiones de los humanos cuando estos habían pagado un precio
tan alto como era una vida humana? Todo formaba parte de una pueril negociación
con los dioses: tú me das, y a cambio yo te doy.
Lo curioso de todo esto es que esta idea, aunque a todos
nos suene primitiva y pueril, no ha desaparecido del todo: aún hoy en el
cristianismo se dice que Jesús murió para expiar los pecados de la humanidad.
Esto es, el precio de una vida humana (de la más elevada que hubo nunca en este
planeta) a cambio de que nuestros pecados fueran perdonados.
A poco que se reflexione sobre ello, no deja de parecer un
disparate que los dioses (o Dios) necesiten cobrarse un precio en sangre. Los
dioses no castigan. Si tomamos como punto de partida la paternidad de Dios, ¿no
empieza a carecer de sentido que Dios tenga esa actitud vengativa hacia sus
criaturas? En ese caso no sería un padre amoroso, sino un padre maltratador.
Pero volvamos a los hombres primitivos, pues de ahí es de
donde vienen los miedos que todavía tenemos instalados muy adentro de nuestro
ser. El miedo a lo desconocido les llevó a imaginar que todo lo que no podían
explicar era obra de seres invisibles: los fantasmas o espíritus. Se creía que
los fantasmas eran los muertos que no habían podido pasar al otro lado.
Habitaban en los sueños de los hombres pero, como estos no sabían separar los
hechos de la vigilia con sus sueños, consideraron en consecuencia que los
fantasmas eran reales. Para conseguir que los fantasmas se marcharan y se
fueran a ese otro mundo (que para el hombre primitivo era prácticamente
idéntico a éste), crearon toda una serie de ritos y ceremonias, muchos de los
cuales aún sobreviven en los ritos funerarios actuales (como, por ejemplo, el
uso de velas, la presencia de cipreses en los cementerios, etc.)
Podemos llegar a entender que los hombres primitivos
temieran lo que no conocen porque lo desconocían casi todo acerca de las causas
de los fenómenos naturales. Pero, ¿y nosotros? ¿Acaso nuestra razón, nuestro
intelecto, no tiene las herramientas y los conocimientos suficientes para
intentar buscar explicaciones razonables a fenómenos que no comprendemos? ¿Por
qué sigue habiendo supersticiones? ¿Por qué se sigue hablando de magia? ¿Por
qué seguimos creyendo en los fantasmas como en seres que nos pueden hacer algún
mal?
No hay comentarios:
Publicar un comentario