viernes, 27 de marzo de 2020

Miedos


El miedo forma parte de nosotros. Es algo común a los animales y a seres humanos. Supone una especie de mecanismo de autopreservación: el miedo es necesario para que podamos ser conscientes del peligro que podemos correr. La inconsciencia es una sentencia de muerte si no aparece el miedo para contrarrestarla.
Dicho esto, está claro que el miedo se justifica solo cuando hay un peligro real, y cuando es de intensidad lo suficientemente baja para obligarnos a reaccionar ante ese peligro. De lo contrario deja de tener su función de autopreservación para pasar a bloquearnos. El exceso de miedo impide toda acción y todo pensamiento racional que nos ayude a encarar una situación determinada. Ahí es donde tiene que entrar en escena el dominio de uno mismo. Pero, ¡qué difícil es dominarse cuando el miedo entra en acción! Es bien cierto que el miedo es libre.
El hombre primitivo temía lo que no podía comprender. Es algo natural, pues en los albores de la civilización no se había desarrollado el afán de encontrar respuestas racionales a fenómenos naturales: todavía no había aparecido el espíritu científico. Las tormentas, las inundaciones, los incendios...todo era atribuido a dioses airados y vengativos que descargaban su cólera sobre la creación por alguna afrenta o desobediencia desconocida. Para apaciguar a los dioses se crearon toda una serie de ritos, algunos de ellos muy sangrientos, que costaron muchísimas vidas humanas. Se creía que el tributo de sangre humana era un precio lo suficientemente alto; ¿cómo no iban los dioses a atender a las peticiones de los humanos cuando estos habían pagado un precio tan alto como era una vida humana? Todo formaba parte de una pueril negociación con los dioses: tú me das, y a cambio yo te doy.
Lo curioso de todo esto es que esta idea, aunque a todos nos suene primitiva y pueril, no ha desaparecido del todo: aún hoy en el cristianismo se dice que Jesús murió para expiar los pecados de la humanidad. Esto es, el precio de una vida humana (de la más elevada que hubo nunca en este planeta) a cambio de que nuestros pecados fueran perdonados.
A poco que se reflexione sobre ello, no deja de parecer un disparate que los dioses (o Dios) necesiten cobrarse un precio en sangre. Los dioses no castigan. Si tomamos como punto de partida la paternidad de Dios, ¿no empieza a carecer de sentido que Dios tenga esa actitud vengativa hacia sus criaturas? En ese caso no sería un padre amoroso, sino un padre maltratador.
Pero volvamos a los hombres primitivos, pues de ahí es de donde vienen los miedos que todavía tenemos instalados muy adentro de nuestro ser. El miedo a lo desconocido les llevó a imaginar que todo lo que no podían explicar era obra de seres invisibles: los fantasmas o espíritus. Se creía que los fantasmas eran los muertos que no habían podido pasar al otro lado. Habitaban en los sueños de los hombres pero, como estos no sabían separar los hechos de la vigilia con sus sueños, consideraron en consecuencia que los fantasmas eran reales. Para conseguir que los fantasmas se marcharan y se fueran a ese otro mundo (que para el hombre primitivo era prácticamente idéntico a éste), crearon toda una serie de ritos y ceremonias, muchos de los cuales aún sobreviven en los ritos funerarios actuales (como, por ejemplo, el uso de velas, la presencia de cipreses en los cementerios, etc.)
Podemos llegar a entender que los hombres primitivos temieran lo que no conocen porque lo desconocían casi todo acerca de las causas de los fenómenos naturales. Pero, ¿y nosotros? ¿Acaso nuestra razón, nuestro intelecto, no tiene las herramientas y los conocimientos suficientes para intentar buscar explicaciones razonables a fenómenos que no comprendemos? ¿Por qué sigue habiendo supersticiones? ¿Por qué se sigue hablando de magia? ¿Por qué seguimos creyendo en los fantasmas como en seres que nos pueden hacer algún mal?

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