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Desde
que tengo uso de razón he tenido un gran sentido de la justicia, hasta tal
punto de que me enojaba enormemente no solo ser víctima de una injusticia, sino
de ver que otros lo eran. Quizá por eso me ha costado más comprender la
necesidad de perdonar.
Perdonar
es fácil cuando la otra persona reconoce su error y pide disculpas, pero ¿qué
sucede cuando el que nos ofende, el que nos hace daño, ni siquiera se
arrepiente? En ese caso es muy fácil guardar resentimiento y sentir que la
herida no se ha cerrado. Al daño de la injusticia se le añade el daño de la
ausencia de reparación, el «ni perdono ni olvido».
Nadie
nos pide que olvidemos. Es más, tomado en su sentido literal, no hay que
olvidar. Lo que hay que hacer es cerrar la herida y pasar página, seguir
avanzando. Podemos recordar la ofensa, pero la veremos como algo del pasado que
ya ha dejado de afectarnos. Perdonar es una liberación que aligera nuestra
alma.
De
hecho, la prueba de que amamos a nuestros semejantes es que podemos
perdonarlos. «… cuando amáis a vuestro
hermano, ya lo habéis perdonado…» (1898.4) 174:1.4
Tampoco
hay que preguntarse si el que nos ha hecho daño merece nuestro perdón. Eso no
nos corresponde a nosotros juzgarlo. Simplemente hay que perdonar porque
necesitamos paz para seguir progresando. El odio es uno de los lastres que
dificultan nuestro progreso. Si no perdonamos, si nos abandonamos al
resentimiento, de alguna manera estamos perdiendo libre albedrío, pues otra
persona está moldeando nuestros pensamientos.
Es
cierto que hay cosas difíciles de perdonar. El mundo está lleno de situaciones
en las que los seres humanos reciben heridas físicas y del alma que parecen
imposibles de cerrar. Pero no podemos aferrarnos al pasado ni esperar que el
karma o la justicia divina actúen cuando nosotros queremos (de la justicia
humana mejor no hablamos).
En
muchas ocasiones la justicia llegará cuando ni siquiera estemos en este mundo.
Y no somos nosotros quien impartiremos justicia: ya hay otros seres allá arriba
que se encargan de eso y ni siquiera es uno solo, sino varios. La justicia
siempre se ejerce de manera colectiva.
Además,
hemos de tener en cuenta que nuestra capacidad de perdonar será la vara de
medir con que se nos perdonará a nosotros. Nos perdonarán en la medida en que
seamos capaces de perdonar a nuestros semejantes.
«… El Padre que está en los cielos os ha
perdonado incluso antes de que hayáis pensado en pedírselo, pero dicho perdón
no está disponible en vuestra experiencia religiosa personal hasta el momento
en que perdonáis a vuestros semejantes…» (1638.4) 146:2.4
Cuando
somos demasiado estrictos con el obrar de otros, hemos de pararnos a pensar en
si queremos que otros nos juzguen de la misma manera. ¿No queremos acaso que sean
comprensivos con nosotros? Seamos entonces nosotros comprensivos con los demás,
pues nos faltan elementos de juicio para tener una evaluación justa de sus
actos.
Recordemos
que no nos corresponde a nosotros juzgar.
Hay por ahí otros seres que sí tienen toda la información para realizar
un veredicto, el más justo posible. ¡Dejemos que sean ellos quienes juzguen!
El
día que dejamos de juzgar a los demás se produce una liberación. Si alguien ha
realizado una mala acción, esa falta está en su «cuenta de resultados», no en
la nuestra. Pero si no perdonamos, de alguna manera tenemos una parte de esa
acción en nuestra propia cuenta. ¿Realmente queremos ir añadiendo «debes» a
nuestra cuenta?
🌷 Preciosa reflexión y totalmente verdadera
ResponderEliminar🌷 Preciosa reflexión y totalmente verdadera
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