Siempre había
tenido la idea de escribir en la cabeza, y ya de pequeña escribí algún que otro
relato corto, pero también tenía la impresión de que necesitaba años de
lecturas y experiencias para plantearme siquiera escribir una novela. Haber
leído a grandes autores me dio un gran respeto por el proceso de escribir, y
sentía que todos ellos me ponían el listón muy alto.
Así que seguí
leyendo y aprendiendo, de los libros y de la vida, esperando inconscientemente
a que llegara el momento de contar algo digno de ser puesto en forma escrita.
En mi búsqueda de la Verdad (con mayúsculas), encontré El libro de Urantia, que fue para mí la respuesta a todas las
preguntas importantes que todo ser humano debería plantearse en algún momento
de su vida. Sentí que había llegado al final de la búsqueda; podía leer muchos
otros libros, pero difícilmente iban a transformar mi vida de la misma manera
que ese.
Pero todavía
tuvieron que pasar muchos años antes de plantearme que tenía que plasmar en un
libro aquello en lo que creía. Desde aquí doy gracias al empujón que me dio mi
buen amigo Eduardo Altuzarra, que sugirió que debía escribirse una novela que,
de manera amena, planteara las enseñanzas de El libro de Urantia de forma que quien la leyera se sintiera
impulsado a buscar la fuente. Sí, ya sé que las novelas de Benítez (sobre todo
la saga de los Caballos) ya se han
encargado de eso, pero creía que faltaba expresar la fuente de otra forma, y
sentí que yo podía encargarme de esa tarea.
Así que un buen
día, sin tener siquiera seguro que iba a terminar la novela, y pasado ya el
hito de los cuarenta, sentí que tenía algo que contar, que había llegado la
hora de comenzar a escribir algo en serio. En la que llamo “libreta de las
ideas” (una libreta gris de hojas en blanco, de tapas duras, con una imagen de
Escher en la portada), fui escribiendo una sinopsis de la historia, una breve
descripción de los personajes y una lista de temas sobre los que quería tratar.
Y así, poco a poco, empecé a tejer las conversaciones entre los personajes
principales, Miguel y Sofía.
En esta primera
novela, la base fundamental eran los diálogos entre los personajes. En mis
estudios de Filosofía, conocí los diálogos de Sócrates y de Platón, que fueron
una gran fuente de inspiración para mí, sobre todo por la manera en que
transmitían las ideas de sus autores. De hecho, el nombre de Sofía es una
especie de homenaje a los filósofos griegos, aparte de que el nombre de Sofía
viene del griego Σoφíα, que
significa "sabiduría".
Al hilvanar los
diálogos, me di cuenta de lo difícil que era enlazar temas, pero disfruté mucho
con el proceso y me esforcé al máximo en hacer fluidas las conversaciones.
Un buen día,
cuando llevaba escrito algo más de la mitad de la novela, tuve la convicción de
que iba a terminarla. Es curioso, porque hasta entonces no lo tenía claro y
estaba llena de dudas sobre si aquello llegaría a ser una novela e incluso si
iba a leerla alguien más que yo. Pero a partir de aquel momento, la convicción
me dio mucha fuerza y finalmente, en enero de 2007, escribí la última frase.
Recuerdo ese momento como si fuera ayer, en la buhardilla de mi casa, con los
últimos rayos del sol iluminando la estancia una tarde de invierno.
En ese momento,
sentí la gran satisfacción de haber conseguido uno de mis objetivos. Pero
quedaba lo más peliagudo: que otros lo leyeran. En cierto sentido, era como
mostrar mi yo más íntimo, y no podía evitar sentirme como si me desnudara ante
la gente. Me asaltaban muchas dudas: ¿Iba a gustar? ¿Lo iban a comprender?
¿Había logrado transmitir lo que quería? Una cosa es que yo lo leyera y me
convenciera el resultado final, pero yo no soy los demás.
Gran parte de las
dudas se disiparon cuando Paco, mi compañero del alma, leyó la novela y me dijo
que le había gustado mucho. Pero claro, pensaba yo, ¿qué me va a decir, si es
mi marido? Aunque sé que si no le hubiera gustado habría encontrado la manera
de decírmelo sin herirme, seguía quedando un rinconcito para la duda.
Entonces, después
de corregir algunos fallos que Paco había detectado, envié el archivo por
correo electrónico a algunos amigos (los que aparecen en la dedicatoria), que
me dieron muy buenas impresiones y consejos. Corregí algunas cosas más que me
habían pasado inadvertidas, y a partir de ese momento comencé a dar los pasos
para publicarlo en papel.
El resto, como
suele decirse, es historia.
Mi aspiración no
es ser una escritora famosa, aunque reconozco que he soñado muchas veces con
dar presentaciones, firmar ejemplares y estar en contacto directo con mis
lectores. Guardo con mucho cariño los correos de las personas que me han
escrito para decirme lo mucho que les ha gustado la novela y el cambio que ha
supuesto para ellas. Curiosamente, pensaba que el público para la novela sería
la gente que no ha oído hablar de El
libro de Urantia, pero la publicidad, restringida por las circunstancias,
ha hecho que los lectores del libro azul lo hayan valorado mucho. Sé de muchos
de ellos que han regalado ejemplares de Diálogos
con Sofía a su familia y amigos, con la esperanza de despertar en ellos la
curiosidad por saber más. Ya solo por eso, me doy por más que satisfecha.
Con este primer
libro me di cuenta de que, una vez se termina la tarea de escribir, el libro deja
de ser tuyo para ser de quien lo lea. Toma vida propia de una manera tan
intensa que ahora, cuando lo releo, me siento como si lo hubiera escrito otro.
También supe que
aquel no iba a ser el único libro que escribiera. Y aquí estoy, poco después de
haber terminado el cuarto.
Ahora tengo claro
que, mientras crea que tengo algo que decir, seguiré escribiendo. Siempre digo
que escribo los libros que me gustaría leer. Queda poco que inventar en cuanto
a las maneras de contar una historia, pero queda mucho por hacer en cuanto a las
historias que necesitan ser contadas.
El mundo necesita
conocer a Sofía.
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