viernes, 27 de marzo de 2020

El ser libre


Nota: este escrito fue originariamente un trabajo que hice para una asignatura de Filosofía, allá por 2006.
¿Existe en algún lugar el superhombre? Creo sinceramente que sí. Pero, ¿cómo es? Yo lo concibo de forma bastante diferente a como lo concibe Nietzsche. Prefiero denominarle “ser libre”, porque del mismo modo que hay superhombres, también hay supermujeres. Antes de exponer cómo concibo a los seres libres, quisiera decir que ya va siendo hora de que todos los seres humanos seamos conscientes de nuestra propia fuerza. Simplemente hemos de tener claro cuáles son las herramientas que tenemos a nuestra disposición, cuáles son nuestras capacidades.
En primer lugar, estamos dotados de mente para razonar, para comprender el mundo que nos rodea, para intentar concebir incluso lo que no percibimos con nuestros sentidos. Tenemos no sólo mecanismos de razonamiento consciente, sino también lo que ha dado en llamarse “intuición”, injustamente denostada pero que podría concebirse como otro mecanismo mental más; como tal, debería utilizarse sin desconfiar de él.
En segundo lugar, el ser humano tiene la capacidad de crear un entorno a su medida, y de ir progresando en esta habilidad a medida que avanza la historia de la humanidad. A diferencia de los animales, que deben adaptarse al entorno y están por tanto condicionados por él, el ser humano no sólo puede adaptarse al entorno sino además influir en él, modificarlo a su conveniencia. Desde el inicio de los tiempos los hombres han creado utensilios, han construido viviendas, han explotado los recursos naturales.
Otro de los rasgos definitivos del ser humano que nos diferencia de los animales es la capacidad de tomar decisiones morales, lo que llamamos “libre albedrío”. Somos libres para decidir, pero quien es realmente libre no utiliza la libertad para cometer atrocidades arbitrarias contra sus semejantes. La libertad debe ir acompañada de responsabilidad hacia los propios actos y, sobre todo, en sus implicaciones hacia los demás, que también son seres libres con derecho a ejercer su libertad sin trabas. Por desgracia, muchos son los que creen que la libertad implica ausencia de límites, cuando en realidad nuestra libertad está limitada (o debería estarlo) por el respeto, por un lado hacia nuestros semejantes, y por otro hacia nuestro entorno.
La libertad tiene tres vertientes: libertad de pensamiento, libertad de expresión y libertad de acción. Respecto a la primera, no necesitamos someternos a las opiniones de los expertos en asuntos en los que nosotros también podemos opinar. Tenemos a nuestro alcance la información suficiente para poder formarnos una opinión respecto a una gran variedad de temas, ya sean políticos, científicos, éticos, sociales y religiosos. La sumisión a cualquier autoridad intelectual, religiosa o política implica renunciar a nuestra libertad a cambio de falsas seguridades. En cambio, una persona que ejercita la libertad de pensamiento no se deja dominar, sino que asiente o disiente de todas las autoridades humanas según criterios previamente razonados. Por ello no es ni será fácilmente manipulable.
En cuanto a la libertad de expresión, no debería entenderse sólo como un derecho político dado “desde fuera”, sino también como un derecho que tenemos por el hecho de ser humanos. En este caso, el único límite que debemos imponernos tiene que ver con la forma en que esa expresión se encauza. También hemos de tener en cuenta que los silencios son otra forma de comunicar. Es mejor ser dueño de nuestros silencios que esclavo de nuestras palabras. En cualquier caso, tanto el fondo como la forma deben depender de los interlocutores o lectores a los cuales se está dirigiendo la palabra.
Por último, a la libertad de acción se le imponen las mismas restricciones que a la libertad de expresión: debemos ser respetuosos con la libertad de los demás. Si somos libres en nuestro interior, nada ni nadie puede cercenar esta libertad, aunque el cuerpo esté encerrado entre los muros de una prisión.
Son muchos los que, por desgracia, se llenan de cadenas, de miedos, de esclavitudes. A veces por pura comodidad y otras por miedo a volar. Muchos prefieren la comodidad de dejarse llevar por la corriente, de no pensar sino que sean otros los que piensen, los que deciden por nosotros. O bien les domina el temor a lo desconocido, que hace que muchos se aferren a la tradición, al dogma, a lo establecido, antes que lanzarse a nadar en aguas desconocidas, por muy prometedoras que estas puedan ser.
El ser humano que se atreve a ejercer los dones de los que dispone, el ser libre, es como la criatura que siempre ha vivido aferrada a las piedras del lecho de un río y, un buen día, harta de su monótona existencia, decide soltarse de las rocas a las que ha estado agarrada toda su vida, dejarse llevar, probar otra forma de vivir. Al principio la corriente le golpea contra las piedras, pero poco después se eleva hacia la superficie y nada ni nadie pueden lastimarle. Es como el hombre que, en el mito de la caverna de Platón, consigue escapar de las cadenas que le mantienen preso en la caverna, sale al mundo exterior y contempla el mundo tal y como es. Para él la realidad deja de ser el teatro de sombras chinescas en el que otros le habían hecho creer.
Tenemos a nuestra disposición todo aquello que nos permite romper las cadenas que nos esclavizan. Seres humanos, hombres y mujeres, estamos dotados con todo lo necesario para ejercer nuestra “libertad responsable”. Eso sí, el que se atreve a vivir libremente no debe esperar reconocimiento social ni comprensión. Es muy probable que sienta muy a menudo los zarpazos de la soledad. Su vida no será fácil, aunque con toda seguridad será mucho más plena, más verdadera que la de aquellos que dejan que la vida les pase por encima como una apisonadora antes que ser ellos los protagonistas y dueños de su vida.
El ser libre y Dios no son incompatibles sino complementarios. El superhombre no precisa matar a Dios (al modo nietzscheano) como condición previa para ser superhombre. No es dios, pero tampoco subestima el potencial humano, su propio potencial. El ser libre y Dios no son antagonistas sino socios. El ser libre, ser finito e imperfecto, permite a Dios liberarse de las cadenas de su propia infinitud y perfección y conocer la finitud y la imperfección. Por otro lado, Dios le concede al hombre, al ser racional, el libre albedrío, para que sea él y sólo él el dueño de su propia vida. Dios le da al ser humano incluso la libertad de no creer en Él, su Creador.
El ser libre es dueño y señor del mundo, pero no por ello lo tiraniza ni lo destruye para su propio beneficio material. Como ser libre y a la vez responsable, sabe que no puede esquilmar los recursos del planeta, porque entonces estaría vulnerando los derechos de los seres humanos presentes y futuros, que también tienen derecho a explotar los recursos naturales sin que su futuro se vea hipotecado por la acción irresponsable de las generaciones pasadas.
El ser libre, el superhombre, sabe que es un sujeto activo de su vida, no se deja llevar por la inercia del rebaño, por las corrientes imperantes de pensamiento, a no ser que decida activa y conscientemente adherirse a ellas. No es la vida quien le vive a él, sino él quien vive la vida. Sabe que la vida hay que vivirla plenamente porque, como mínimo, y a falta de mayores certezas, es la única vida que conocemos. Aunque le gusta pensar que hay un propósito detrás de la razón de existencia de los seres humanos, porque le cuesta creer que la inteligencia humana sea fruto del azar y la necesidad. ¿De qué sirve acumular conocimientos y experiencias si todo eso va a perecer con el cuerpo? No todos los seres humanos dejan algo material tras su paso: libros, obras de arte, hijos…Todas esas personas no pueden haber vivido para nada. Y el ser libre piensa que, sin propósito, no hay sentido. Y, sin sentido, bien podemos entregarnos a la desesperación y a la inactividad más absoluta.
Para el ser libre, la búsqueda de la Verdad (con mayúsculas) es un imperativo moral, aun cuando sabe que la Verdad es como el horizonte: nos dirigimos hacia él pero no lo alcanzamos jamás. No obstante, lo que importa es el camino que recorremos para encontrarla. Alguien dijo una vez: “conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres”. Luego todo ser libre es, por definición, un buscador de la Verdad.
El ser libre no sólo quiere el bien para sí mismo, sino que quiere también que sus semejantes lo obtengan. Es consciente de todos los males, de todas las injusticias del mundo, y considera un imperativo moral aportar su grano de arena para paliarlos. Hay muchos frentes desde donde poder eliminar las situaciones injustas; el ser libre elegirá siempre el frente para el que esté mejor dotado de acuerdo a sus capacidades, porque sabe que ahí es donde puede ofrecer una mayor cantidad de ayuda. Pero también sabe que los remedios nunca deben imponerse, porque por encima de todo está el respeto a la libertad de sus semejantes, que son libres para aceptar o rechazar la ayuda que se les ofrece.
El ser libre es consciente de que la educación es una parte fundamental en el desarrollo del ser humano, y también de que es un aspecto que no se destaca lo suficiente en ninguna sociedad humana. Contempla entristecido que lo que parece realmente importante para la mayoría de sus semejantes es competir, aplastar al vecino, obtener poder, antes que recibir una formación adecuada. Siempre que ha reflexionado acerca de cómo conseguir una sociedad mejor, ha acabado llegando a la conclusión de que la educación es la condición primera para llegar a formar a nuevas personas, que a su vez transformarían la sociedad para hacerla más justa. Ya Platón, primero en “La República” y más tarde en “Las Leyes”, hacía hincapié en la educación como el pilar básico para crear una sociedad justa y equilibrada. Es una idea que ha calado hondo a lo largo de la historia del pensamiento, pero que hace ya años que está perdiendo peso.
Puesto que el ser libre se debe a la verdad (con minúscula) para acercarse a la Verdad (con mayúscula), no duda en cuestionar incluso lo que se considera “políticamente correcto”. Por ejemplo, en la política, no duda en cuestionar seriamente el dogma que afirma que la democracia es el mejor sistema político. Y más si se trata de sociedades heterogéneas, compuestas por seres humanos muy diferentes en dotes y capacidades. La democracia tiene una serie de peligros inherentes, como son la glorificación de la mediocridad, la importancia del tráfico de influencias, el sufragio universal en manos de mayorías incultas e indolentes y la esclavitud respecto a la opinión pública de los dirigentes.
En lugar del axioma democrático “un hombre, un voto”, el ser libre se plantea que aquellas personas que hayan prestado un gran servicio a la sociedad podrían disponer de votos adicionales, así como aquéllos que hayan contribuido más al erario público. Del mismo modo que se dan votos adicionales, se suprime el derecho a voto en diferentes casos, por ejemplo entre los anormales y los criminales. De todas formas, el ser libre es consciente de que, para que este sistema funcione y solucione las carencias de la democracia, tiene que haber unos mecanismos que decidan de forma honesta el peso que cada ciudadano debe tener en una votación. Y no hay sistema honesto sin personas honestas.
El ser libre es consciente también (aunque, al igual que con la democracia, es políticamente incorrecto incluso el plantearlo) de que debe llevarse a cabo una mejora física de la humanidad. No necesita más que echar un vistazo para darse cuenta de que la fealdad, la deformidad y las enfermedades tanto físicas como mentales abundan tanto en los países más pobres como en el llamado “primer mundo”. Sabe que la ciencia es un medio valioso para la mejora de la especie humana, pero sólo si va de la mano de la ética. El ser libre no tiene reparos de hablar de la eugenesia, porque sabe que, bien entendida, es totalmente opuesta a la praxis aberrante que se llevó a cabo en su nombre en ciertos episodios tristes del siglo pasado, del que el holocausto nazi es un triste ejemplo (si bien no el único). No se trata en absoluto de ayudar a que los débiles perezcan, como afirmaba Nietzsche en “El Anticristo”, sino de impedir que las taras físicas y psíquicas se perpetúen en la herencia genética. En esto los avances científicos (sobre todo en la biología) nos pueden ofrecer una inestimable ayuda.
Por otro lado, y aun admitiendo que la naturaleza no reparte sus dones por igual entre los seres humanos, también es cierto que es posible superar dones adversos y esa es una de las grandezas del ser humano. Un animal enfermo y débil no tarda en sucumbir en la naturaleza. Un hombre puede trascender sus enfermedades y sus desventajas y vivir una vida plena en sociedad.
El ser libre no desprecia a los seres humanos más desfavorecidos física o mentalmente, ni malgasta su tiempo ejercitando una falsa compasión. No ayuda a personas de carácter débil, incapaces de salir de sus problemas por ellos mismos debido a su propia pereza. El ser libre no ayuda a quien no está dispuesto a poner de su parte para salir de una situación difícil. Pero tampoco se encierra en una isla elitista, no permanece en una atalaya desde la que mirar con condescendencia a sus semejantes menos favorecidos. Disfruta de la compañía de otros seres humanos y asume que forma parte de la gran familia humana. Sabe que, como persona esclarecida, su obligación es conseguir que haya más como él, y hace todo lo que está en su mano para conseguirlo.
El ser libre sabe que la igualdad no implica necesariamente uniformidad, sino que en ella puede y debe caber también la diversidad. No es necesario (es incluso perjudicial) que haya unidad de pensamiento (esto es, pensamiento único) para eludir los enfrentamientos. Lo que sí es necesario es que haya unidad espiritual, que los seres humanos se consideren iguales en derechos y en obligaciones y en su condición de “humanidad”. El ser libre considera que sería todavía más deseable que, además de verse como seres humanos con igualdad de derechos, se vieran también como hermanos.
El superhombre no ve en la mujer el “reposo del guerrero” sino su complemento. El superhombre no vive solo sino en pareja, y considera la familia como la institución indispensable desde la que generar seres libres responsables. Sabe que hombres y mujeres, aunque merecen el mismo respeto en su condición de seres humanos, no son iguales: tienen diferentes dotes y capacidades, que no por ello hacen a unos inferiores o superiores en sentido absoluto. La clave está en alcanzar esa igualdad, pero sin dejar de tener en cuenta nuestras particularidades y nuestras diferencias. Recordemos que la igualdad no equivale necesariamente a uniformidad.
Es más: el ser libre es consciente de que es muy difícil que hombres y mujeres se comprendan totalmente algún día, pero está convencido de que, el día que hombres y mujeres trabajen codo con codo en lugar de tiranizarse el uno al otro y obstaculizar el camino del otro, aunando capacidades, el mundo dará pasos de gigante.
El ser libre lo es con sólo desearlo, con vivir según su libertad responsable. Tenemos muchas herramientas para ser libres. Usémoslas y el ser libre dejará de ser una rareza para llegar ser mayoría en la humanidad. El día en que seamos conscientes del tremendo poder que tenemos, será el comienzo de una etapa prometedora en la evolución de la humanidad. Una etapa que ahora nos puede parecer utópica, pero en la que bien podría ser que el capitalismo se haya vuelto ético y solidario, y fomente las iniciativas del ciudadano individual, a la par que se toman medidas para la colectividad. Donde la educación en la familia y en la escuela tendrá un valor capital. Donde el trabajo haya dejado de considerarse algo alienante para pasar a verse como una oportunidad de servicio a la sociedad. Donde la ociosidad, la pereza y la riqueza inmerecida estarán mal vistas. Donde las personas dedicarán su ocio a su realización personal. Donde se consiga la unidad necesaria para que todos los pueblos avancen en la misma dirección.


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